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El origen del poderío económico de la Iglesia cristiana y su integración en el sistema feudal


Al llegar el siglo v había aumentado extraordinariamente la propiedad de la Iglesia. Ya antes de esta época Constantino concedió a la Iglesia el derecho de adquirir bienes. Desde la época de los hijos de Constantino se inició la suspensión del culto pagano y empezaron a confiscarse los bienes de los templos paganos y su transferencia por donación a los cristianos. Pronto la piedad de muchos cristianos y especialmente la debilidad de las mujeres fueron explotadas por el clero para obtener en detrimento de la familia donaciones mortis causa en favor de la Iglesia. Valentiniano I prohibió taxativamente (año 376) a los clérigos y monjas que visitaran las casas de las viudas y huérfanos, declarando inválidas todas las donaciones y legados de viudas y demás mujeres en las que so protexto de la religión estuviesen interesados clérigos. No mucho después, con objeto de evitar que familias enteras quedasen en la miseria, Teodorico el Grande dio disposiciones contra las donaciones de los feligreses a la Iglesia y a los clérigos. Durante el siglo v se implantó la costumbre de nombrar heredera a la Iglesia cuando se carecía de hijos y se hacían donativos de parte del patrimonio para la salvación del alma. Este proceso determinó desde el principio una tendencia de índole económica que impregnó sustancialmente incluso las actividades espirituales de la Iglesia. El ideal de los cristianos primitivos se refugió en el ascetismo que originó la vida monástica. La sociedad cristiana medioeval especializó en él en cierta forma la eficacia moral con vistas a la salvación. La función de los monjes era la de adquirir méritos para sí y para los demás. De aquí las numerosas donaciones de que eran objeto. Se daba por supuesto que por medio de estos dones los fieles participaban en los beneficios de las mortificaciones y de los méritos que éstas engendraban. Pero cuando los monasterios se hicieron ricos y poderosos administrando vastos dominios y dirigiendo un numeroso personal, el ideal monástico cedió forzosamente ante otras preocupaciones; la vida y el siglo de los negocios no es de anacoretas. En una sociedad en la que dominaban el interés y las pasiones, las costumbres monásticas degeneraron rápidamente; los desórdenes y las ambiciones hicieron su aparición y de modo intermitente los reformadores reclamaban el retorno a la regla primitiva. Las órdenes religiosas pasaron así por una serie de alternativas entre el ascetismo y la relajación.



En este cuadro de fondo se comprende perfectamente que las costumbres de los clérigos difiriesen poco de las de los laicos. Los obispos y los abades son barones feudales. Nada distingue en conjunto a los prelados de los señores. "Rogamos a las gentes de Iglesia", pedía Carlomagno en el año 811, "que nos expliquen lo que entienden por renunciar al mundo y en qué pueden distinguirse a los que lo dejan de los que siguen en él." Los prelados se entregaban a las mismas usurpaciones y depredaciones que los señores laicos. Se arrogaban títulos feudales y creaban verdaderas dinastías que transmitían sus poderes a sus hijos y a sus bastardos. Las costumbres eran duras, brutales, impulsivas, más libres y menos afectadas que en nuestros días.
Las gentes de iglesia no tenían una política más dulce que la de los laicos; los siervos de la Iglesia no eran mejor tratados que los demás. Obispos y monjes administraban sus dominios tan duramente como los señores y exigían los diezmos y los tributos con análogo rigor. La inmensa mayoría de las sublevaciones de los campesinos se produjeron en tierras eclesiásticas. La servidumbre persistió en éstas más tiempo que en las de los nobles y los reyes.
La Iglesia no ha combatido nunca el principio de la esclavitud, como más adelante veremos. Ha reglamentado su estado prohibiendo, por ejemplo, la venta de esclavos a los paganos, pero nunca ha suscitado dudas respecto a su legitimidad; los obispados y los monasterios la han utilizado sin escrúpulos.



"La paz de Dios" y la "tregua de Dios" instituidas en los siglos X y XI no fueron nunca inspiradas por sentimientos religiosos ni humanitarios, sino por la necesidad de proteger las tierras eclesiásticas mal defendidas y a su personal y comitentes contra las depredaciones; y estas medidas tardías no tuvieron sino una limitadísima eficacia.



Desarrollo del poderío económico de la Iglesia

La extensión de la propiedad territorial y la cuantía de la fortuna 'de la Iglesia durante la Edad Media y en los tiempos modernos no han sido conocidos nunca. La impresión que fluye de todas las fuentes es que fueron inmensas. Boissonade opina que la Iglesia llegó a poseer entre los siglos X y XI de un tercio a la mitad de la propiedad inmueble de la Europa occidental. Las referencias más particularizadas concuerdan con esa apreciación. En la España medioeval, según la documentación visigótica y las actas legislativas de 1351 y 1428, el incremento de los bienes del clero era extraordinario. Una investigación hecha con fines fiscales en 1656 declaraba que en los reinos de Castilla y León una sexta parte de la propiedad territorial pertenecía a la Iglesia. En Francia se ha calculado que a fines del siglo xv las rentas de la Iglesia eran apenas inferiores a las del Estado; en tiempos de Luis XIII la Iglesia parece haber poseído una tercera parte del suelo francés. En 1380 el Parlamento inglés denunciaba que la Iglesia poseía una tercera parte de la Isla.



Pero la influencia de la Iglesia se explica más que por la cuantía de sus bienes por la influencia que ejerció la doctrina oficial de la misma sobre la propiedad de la tierra, aunque en realidad la teoría y la práctica de la Iglesia respecto al patrimonio no son sino otros tantos aspectos de una misma cuestión. La Iglesia, gran propietaria, estimaba la propiedad de los fieles como una posesión fiscalizada por ella misma. Según su punto de vista, el rico era un ecónomo por cuenta de la providencia divina y su oficio consistía en dar limosna a los pobres. La fortuna era considerada por la Iglesia como un favor divino que los ricos debían compensar dando una parte a los monasterios y a la Iglesia administradora de los bienes de los pobres.
Pero no era solamente la buena voluntad de los fieles o el interés público de sus fundaciones lo que atraía entonces recursos para el clero; existían además otras prácticas importantes de carácter imperativo: la Iglesia tenía derecho a una participación en cada ejecución testamentaria. Estaba tan generalizado el uso de los legados destinados a obras pías, que se estableció como norma entre los superiores eclesiásticos o laicos el derecho a designar para tal fin una parte de los bienes de los que fallecían sin testar. El jesuista católico Chénon explica este hecho del modo siguiente: "La Iglesia, que ha introducido en la Galia franca el testamento, desconocido por los germanos, exigía que todo fiel hiciese antes de su muerte algún legado piadoso por la salvación de su alma o de lo contrario se le consideraba inconfeso." Los mismos siervos, para satisfacer este deber, obtuvieron el derecho de testar hasta la concurrencia de cinco sueldos. También el testamento en la Edad Media, por lo menos en las regiones de derecho consuetudinario, era verdaderamente un acto religioso y con mucha frecuencia se calificaba como limosna. En el siglo IX las disposiciones testamentarios de orden civil habían sido accesorias. La parte principal de los testamentos eran las donaciones piadosas. Lo referente a la herencia en materia civil se regulaba por las costumbres locales. En los siglos XII y XIII las disposiciones de orden profano volvieron a adquirir en los testamentos la parte importante que contenían antes del siglo IX y las de orden piadoso pasaron a ser accesorias. Fue en esta época cuando la intromisión en los testamentos adquirió carácter coercitivo, que se manifiesta en la equiparación de abintestato e inconfeso, que implicaba la codenación canónica de quienes no dejaban mandas piadosas.



Cualesquiera que fuesen los usos locales de cada región, dice Auffroy, en todas partes los confesores estaban armados de argumentos casi irresistibles para decidir a los penitentes a dejar una parte de sus bienes para la Iglesia. También se vio algunas veces a los clérigos regulares y seculares disputarse el derecho de ocupar los primeros la cabecera de los enfermos. Un sínodo de París de 1212 descubría los abusos de esta influencia que ejercían los confesores sobre los moribundos. La asimilación entre intestados e inconfesos, al ser admitida por el derecho consuetudinario, vino a facilitar la intromisión clerical en materia testamentaria. Como en tales casos este derecho autorizaba la confiscación de los bienes de quienes morían sin testar, en provecho del príncipe, castigando con ello la falta de confesión y no la falta de testamento, el clero intervenía entonces para fabricar un testamento simulado que, evitando la confiscación, salvaba la parte de la Iglesia y herederos. En la asamblea de Vincennes, de 1329, el legista Pierre de Cugnieres denunciaba estos abusos diciendo: "Los jueces eclesiásticos pretenden hacer un inventario de los bienes de las personas que mueren sin testar, entrar en posesión de sus bienes muebles e inmuebles y hacer ellos mismos la repartición entre los herederos que ellos mismos designan." El hecho era tan general que Thomassin formó toda una doctrina justificativa de la intromisión de la Iglesia en los actos testamentarios, doctrina que ha estado en vigor al menos durante cuatro siglos. Según Thomassin la Iglesia habría intervenido con todo desinterés en los actos testamentarios con el fin de procurar la salvación del alma del testador y de defender los intereses de los acreedores y herederos; estos fines habrían sido, según el mismo autor, evitar que los señores abusaran de los bienes de sus pecheros que morían sin testar, velar por que los individuos que fallecían restituyeran lo que habían mal adquirido, y salvar el alma del testador haciendo que legase a la Iglesia una parte de lo que él ya no podría hacer uso.




Las exigencias fiscales de los monasterios y de los obispos no eran menos imperativas para las poblaciones que productivas para sus usufructuarios. Los diezmos, oblaciones y prestaciones que exigían los monjes y el clero secular se extendían a toda clase de productos de la agricultura y de la ganadería y gravaban también la actividad comercial e industrial. La jurisdicción temporal del obispo de París daba a éste el derecho a una participación importante en los recursos fiscales de la ciudad en competencia con el poder real, y un fallo judicial de 1407 confirmaba todavía en su favor esos antiguos derechos episcopales.



En los siglos XIII y XIV, la época de emancipación de los siervos y de prosperidad urbana, la Iglesia no dejaba de enriquecerse. La construcción de iglesias y abadías durante este período fue uno de los medios más visibles y poderosos de atraer recursos a las cajas eclesiásticas. Estos edificios ejercían entonces funciones de asistencia social y de concesión de créditos, con cuyo señuelo los titulares de aquéllos atraían los auxilios pecuniarios. Es sabido, además, que esas construcciones se prolongaban durante largos años recurriendo en algunos casos a prestaciones personales de los fieles para erigirlos. Pero eran las creencias religiosas, más poderosas que ninguno otro factor, la fuerza decisiva en este proceso en el que se originó la multiplicación de edificios que corporeizaban, ennoblecidos por el arte, el poderío creciente de la Iglesia.





Precarios

Otro modo de apropiación que ha tenido gran importancia en la génesis de la propiedad de la Iglesia en la primera parte de la Edad Media, y cuyo carácter tiene singular interés, ha consistido en los contratos de precario, mediante los cuales los fieles hacían donaciones a la Iglesia de un bien raíz que inmediatamente volvía a adquirir el donante en forma de contrato censual a largo plazo. Siendo el contrato censual, jurídicamente considerado, una clase especial de locación, por medio del precario se transformaba l.a propiedad plena de una tierra o explotación rural en una forma de posesión. La Iglesia pasaba a tener el dominio eminente y el antiguo propietario transformado en precarista conservaba el usufructo. El precarista quedaba exento de las alternativas e incertidumbres de la economía agraria a cambio de la obligación de pagar a la Iglesia un. censo fijo; la propiedad quedaba acogida al privilegio fiscal eclesiástico, y la seguridad personal del productor quedaba así más garantizada que en su condición precedente.
En la práctica este género de contratos se prestaba a múltiples combinaciones; puede, por lo tanto, habérsele asignado diversas clasificaciones jurídicas, como sucede en todos los actos del derecho medioeval; pero su función ha sido siempre la misma, la de contribuir a aumentar poderosamente las propiedades de la Iglesia por medio de, la desaparición de propietarios libres. El derecho y el estado social de la Edad Media se prestaban admirablemente para esta clase de combinaciones; en el derecho medioeval no existían límites precisos entre los contratos de locación y venta: de ambos caracteres participaban los contratos censuales que iban involucrados en el precario.



En ciertos casos los precarios sirvieron para la constitución de rentas vitalicias, en dinero o en especie, durante la vida de los donantes. Después de la muerte de éstos las tierras quedaban de la propiedad de la abadía. Esta combinación parece haberse utilizado en los precarios contraídos por los monasterios con cultivadores que carecían de descendientes, al llegar a una edad avanzada, los cuales, a cambio de la seguridad de una pequeña renta, debían enajenar de por vida su fuerza de trabajo. A su muerte la tierra que había sido suya pasaba a poder de la Iglesia y se suponía que este donativo póstumo salvaba su alma.



Las abadías como instituciones de crédito durante la Edad Media

La doctrina de la Iglesia sobre la usura, durante la Edad Media, figura en lugar prominente en cualquier historia de las doctrinas económicas referentes a aquel período. En su forma genuina fue expuesta por Gregorio Nazianceno y por Ambrosio de Milán. Gregorio advertía a los fieles que no debían buscar ganancias del oro ni de otros metales preciosos, es decir, de objetos que no pueden dar frutos. En la Iglesia Romana, Ambrosio de Milán formuló la doctrina que proclamó la Iglesia durante mil años. Según la teoría eclesiástica, así formulada, lo que acrece al capital constituye usura. La doctrina estaba fundada en el supuesto de justicia social según el cual en las condiciones de la economía primitiva la mayor parte de los préstamos lo eran de consumo y en tales casos el prestatario está siempre en peor situación al fin que al principio de contraer el préstamo.
Pero el valor de esta actitud, al parecer severa, de la Iglesia contra la usura, debe ser revisado tanto por lo que respecta a su originalidad como a su eficacia. En primer término debe establecerse, sobre la base de pruebas que son del dominio general en la historia de la economía, que la prohibición de la usura no sólo no representa una posición peculiar y exclusiva de la Iglesia, sino que es tan antigua como la usura misma.
"La teoría de la usura fue formulada por los antiguos filósofos griegos y romanos por una parte y por los teólogos judíos y cristianos de otra", dice Edgard Sabin, y el mismo autor registra además los siguientes antecedentes históricos de la prohibición: La primera prohibición de la usura se encuentra en el código mosaico (levítico.. XIV: 36 y deuteronomio.. XLII: 20). La restricción se aplicaba solamente a los judíos. De los extranjeros se podía tomar interés. En el año 324 a. C. se promulgó en Roma una ley que prohibía todo pago de intereses (lex genucia) que aunque no se sabe que fuese abolida alguna vez, se sabe en cambio que nunca fue aplicada. Los antiguos filósofos de Atica adoptaron asimismo una actitud negativa hacia la usura. La razón de esta actitud, que a su vez inspiró la doctrina de los teólogos sobre la usura durante la Edad Media, está basada en el punto de vista de Aristóteles respecto a la naturaleza del dinero. El estagirita sostenía que el dinero es un objeto inorgánico que se emplea como medio de cambio y que por lo tanto no puede producir dinero. Quien pide dinero por el préstamo de dinero hace que éste engendre dinero a su vez y actúa por lo tanto contra las leyes naturales, decía Aristóteles.
Pero la realidad histórica revela también que las prohibiciones dictadas contra la usura en el Viejo Testamento no tuvieron más efectividad que la ley genucia entre los romanos.
Un examen más detenido de esta cuestión, enfocada en el cuadro general del problema del crédito, tal como él se manifiesta en el curso del largo proceso histórico de las sociedades precapitalistas, nos lleva a la conclusión de que estas reiteradas leyes prohibitivas de la usura son reflejo de la presión de la gran masa de deudores agobiados por el peso de sus deudas usurarias que han constituido el problema central de todas las sociedades precapitalistas sin excepción. Este problema ha provocado también leyes similares que desde el código de Hamurabi hasta las Leyes Licinias en Roma han tratado de reducir los siempre elevados tipos de interés o los efectos de la insolvencia de los deudores sobre la libertad de los mismos. Todas estas leyes prohibitivas de la usura, o limitadoras del interés, parecen evocar como fundamento de su contenido aquella fase que en forma convencional podríamos llamar edad de oro del crédito de las sociedades primitivas en las que el cambio de presentes representaba la unica transferencia de riqueza entre los miembros de un mismo grupo tribal.
Pero la ineficacia de todas estas leyes prohibitivas, o limitadoras del interés, o simplemente protectoras de los deudores insolventes, ha sido constante en el curso histórico del proceso que estamos estudiando, como lo revela la necesidad permanente de su reiteracción. y ciertamente que la prohibición decretada por la Iglesia no ha sido excepción a esta regla general.
Además, en el caso de la Iglesia la ineficacia de la prohibición es tanto más notoria cuanto que puede establecerse como supuesto admitido sin discusión, incluso por los historiadores católicos, que los monasterios han sido, con los judíos y los lombardos, la base del crédito medioeval.
Al prohibir el préstamo con interés, dice Genestal, y al hacer mencionar esta prohibición en las leyes civiles, la Iglesia no ha matado el crédito en la sociedad de la Edad Media. En primer término, el préstamo con interés puro y simple ha subsistido siempre a pesar de la doctrina eclesiástica, practicado sobre todo, pero no exclusivamente, por los judíos y lombardos. Por otra parte, junto al préstamo a interés propiamente dicho, se desarrollaron otras formas de crédito mediante las cuales los detentadores de capital mobiliario, entonces como hoy, buscaban el empleo más lucrativo mediante el cual poner su dinero a disposición de quienes tenían necesidad de él y podían pagar una retribución por el mismo. Entre estos capitalistas -si la palabra no resultase demasiado anacrónica -hay que considerar en primer término los monasterios donde las rentas del suelo se acumulaban con abundancia y regularidad más que en ninguna otra parte. La Iglesia no solamente absorbía las rentas de sus propias tierras y los bienes en especie o en metálico de los fieles, sino que cobraba además el diezmo de todas las tierras y productos agropecuarios. Los capitales así acumulados como rentas y excedentes del consumo monástico fueron la base del crédito desarrollado en las abadías que operaban mediante formas legales que apenas disfrazaban su carácter de préstamo con interés, generalmente de carácter usurario.
Genestal, que ha estudiado el problema en Normandía, divide en dos clases las operaciones crediticias desarrolladas por los monasterios normandos entre mediados del siglo XI y los primeros años del XIII: eran la mort gage y la vif gage. El primero era un préstamo con garantía hipotecaria sin interés aparente; el segundo producía interés. En la mort gage) mientras el prestatario no reembolsaba el préstamo, el prestamista recogía el producto del inmueble dado en garantía y retenido por el acreedor, sin que en caso alguno tales frutos pudiesen computarse al capital cuya devolución íntegra es la condición indispensable para que el deudor recuperase el inmueble al vencimiento del plazo convenido, nunca antes del mismo. Los plazos más usuales de la duración de las operaciones de mort gage oscilaban entre dos y veinte años. Por el contrario, la vif gage no produce normalmente beneficio, puesto que los frutos habidos, si bien son igualmente percibidos por el prestamista, éste debe imputarlos al capital. Así, pues, cuando las abadías no pedían al prestatario más que una vif gage hacían una operación de beneficencia, pero cuando exigían una mort gage hacían una inversión lucrativa del capital. El papa Alejandro III (1158-1181) ordenó que los frutos percibidos por el acreedor se imputasen en todo caso al capital. Esta decretal que iba dirigida a los clérigos y principalmente a los religiosos calificó de usurario el contenido de la operación de mort gage; pero su promulgación pone de manifiesto que hasta aquella fecha nada había dispuesto la Iglesia contra la licitud de la operación.

fuente: http://www.geocities.com/urunuela22/olmeda/olmeda.htm

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